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En el marco de un taller de crítica cinematográfica me mandaron a escribir sobre "Noche y Niebla" de Alain Resnais (1955).
Soy judía. Me costó mucho decirlo así nomás, con tanta firmeza, incluso orgullo. No porque no quisiera serlo, sino porque tardé mucho en entender qué querían decir para mí esas palabras. Un día, ya terminada mi adolescencia, sentí que mi conexión con el mundo se extendía hacia lugares y tiempos infinitos; que mi historia no es sólo mía, sino que la comparto con los antepasados que no llegaron a conocerme y con aquellos que vendrán y nunca conoceré. El día que me entendí como un sujeto del universo pude entender que yo soy judía, que yo también estuve en los campos, y que mis hijos también van a haber estado allí. Entender que el dolor de gente que no conocí es también mi dolor, mi herencia, es lo que necesitaba para sentirme parte de mi pueblo.
También soy una persona nacida muy a fines del siglo XX. Mi relación con las imágenes no es la misma que han tenido aquellos que nacieron antes de la invención del cinematógrafo. Yo no creo en las imágenes, porque mi experiencia como espectadora y realizadora me demostró que toda imagen es falsificable, y por ende, toda imagen puede ser falsa. Entonces ¿cómo podemos retratar la realidad? ¿cómo podemos mostrar los campos de concentración, el horror que conllevaron? ¿cómo se puede retratar la Shoa de manera creíble? Una parte de mí cree que el horror no se retrata, se vive y se siente. Lo cual no quiere decir que yo esté en contra de que Resnais lo haya intentado. Me parece loable que se haya tomado el trabajo de recolectar y montar imágenes tan duras como las que aparecen en “Noche y Niebla”. No debe haber sido un trabajo fácil amigarse con ese material para moldearlo. Pero nada de lo que Resnais ni ningún otro cineasta pueda aproximar será jamás ni una millonésima de real respecto de lo que verdaderamente es habitar el espanto. Es inimaginable e inconmensurable para mí, una persona a la que jamás le faltó nada, entender qué sentían esos cuerpos sin nombre que Resnais me muestra. Ni siquiera cuando los veo en movimiento puedo sentir su dolor.
Las imágenes son falseables, y yo vivo mi vida de y en el siglo XXI dudando de todas. Aprendí a ver los intersticios entre cada uno de los veinticuatro cuadros que conforman los segundos; los cortes, los movimientos, los artificios de la imagen cinematográfica y plástica. Aprendí que para que no me den miedo las películas de terror, tenía que ponerme a pensar que la sangre era kétchup, las lastimaduras maquillaje.
Pero en “Noche y Niebla” la sangre no es kétchup, los cuerpos mutilados así estaban verdaderamente. Ese es el difícil ejercicio que plantea para mí el visionado de esta película, hacer lo opuesto a lo que estoy acostumbrada a hacer. Tengo que ver la continuidad, tengo que dejar de buscar el artificio y recordarme que esto sucedió (aunque lo sé con cada fibra de mi cuerpo), que esos cuerpos anónimos tenían un nombre, una vida y que esa catástrofe fue su fin. Pero es de tal magnitud el espanto que es inconmensurable. No puedo procesar las imágenes que veo. Mi cuerpo me protege, no me lo permite. Quiero poder verles la cara a las víctimas y sentir su dolor. La imagen me aleja de lo que todos los días siento.
En muchos museos de la Shoa hay zapatos de las víctimas. No me atreví a ir a ninguno todavía, pero pienso en esos zapatos y lloro. La falta de imagen funciona tanto mejor para la memoria sentimental que la imagen explícita. La metáfora –herramienta fundante del cine, la poesía y el arte toda – es el medio más útil para transmitir la ausencia de aquellos que nos faltan.